Por. Lúdico Ognimod.
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The Last Judgment, c.1430 (detail) Jan van Eyck |
Se iba abriendo paso en un cosmos propenso a la apostasía, en un mundo delimitado por la confrontación, donde los metales sólo se valoraban por su capacidad de producir dolor con sus aristas. Fue rodeándose de gente con la mirada obcecada en hábitos alucinógenos, incursionó en el mercado de caricias y fue legitimando los besos como medio de pago, por amortiguar los acosos de ciertos apetitos. Fue creciendo en su altar de bases escatológicas, a la vez que compraba inmensas porciones de protección espiritual y purificación esotérica que lo hicieron invulnerable a los supuestos daños que viajan en la mirada de los envidiosos.
En ese trayecto, las etiquetas exhibidas en lo que fueron sus harapos, paulatinamente atrajeron monstruos, monstruos terrestres, de aire y de mar, fornidos cornudos y corpulentos emitiendo ruidos infernales, inmolando la miseria parente con llamaradas verdosas, cuyos efectos después de su extinción, perdurarían por años en los párpados del sujeto. Se creyó inmune a toda especie de prisión y la honestidad le causaba severos estados de alergia. La amistad tenía un precio variable de acuerdo al nivel de provecho que se pudiera sacar de ella. Concibió que una bala, era el mecanismo más eficaz de romper una amenaza.
Se hizo fanático de los sistemas más emblemáticos de destrucción, llegó a adorarlos más cuando comprendió que podía corromperlos más allá de su concepción primaria. En su reinado ignorante de principios, no fue capaz de vislumbrar la fugacidad perenne en toda madrugada ni la rapidez con que se evapora el dulce artificial que tiene el dolor intoxicado por su propio veneno interior.
El sujeto, y su séquito de monstruos flameantes, amplificó sus vicios. Exponencialmente aumentó su codicia y exageró su confianza en los gurúes que dan al crimen un carácter de redención social. En un Arrebato de cotidianidad y fascinado por la insustituible sensación que está produce, como emulando el estribillo de una canción urbana: “por última vez entró a la tienda del barrio, quizás por cigarrillos, quizás por caña, nunca por condones”. Al salir, la ostentosa chaqueta que algún modista renombrado diseñara con tanto esmero, era perforada por una lluvia horizontal de plomo lacerante, eran los ruidos de los monstruos que se ocultan en las ciudades, aquello que las banderas no dejan ver pero que se oye con frecuencia, diluyendo toda presunción de sanidad en la psiquis colectiva, demostrando que los abrigos caros no protegen del frío abismal de la muerte, confirmando la fragilidad de los reinados cuando la amalgama fundamental de sus columnas es el excremento, reafirmando el instinto biológico que tienen las poblaciones de auto profilaxia. Aunque, el agente ejecutor conforme el mismo círculo viciado propiciado por el paradigma de la supervivencia.